lunes, 23 de mayo de 2016

Niñas intrépidas

Quien no ha vivido alguna aventura en su niñez, de esas que se le quedan a uno grabadas en la memoria, y que cuando se vuelven a recordar no hacen más que dibujar en nuestro rostro una inmensa sonrisa. Esas que se vuelven recuerdos entrañables y que a futuro se convierten en las historias obligadas para contar a hijos y nietos.

Hace unos días, mis hijas de 11 y de 8 años vivieron una de esas aventuras, que para nosotros sus padres significó un buen susto. Todo fue que nos fuimos al campo a pasar el fin de semana, como tantas otras veces. En la tarde del sábado, mis hijas y una amiguita suya, de la misma edad de la menor, decidieron ir a trepar el cerro que se divisa desde el valle.

Lo habían hecho varias veces antes las tres. Solo trepaban un poco, jugaban a las exploradoras, y luego regresaban cubiertas de polvo, sudorosas y felices.

Pero esta vez algo las hizo querer aventurarse más. Durante el almuerzo en casa de su amiga, los dos hermanos mayores de la niña y un niño amigo suyo, las retaron: "Ustedes no podrían subir hasta la cumbre", les dijeron y les picaron el orgullo, especialmente a mi hija mayor, que ya había subido hasta la cima con su papá en dos oportunidades. Cómo le iban a decir que no podía.

La escalada no es un paseo cualquiera. Son cuatro largas y extenuantes horas para subir y descender. Desde la cima se ve un manto de nubes como cuando uno está viajando en un avión, y se siente más frío que abajo en el valle.
Vista desde el cerro que subieron mis hijas

Las tres niñas se despidieron, tomaron sus bicicletas y se fueron. Dejaron las bicis cerca de unas ruinas arqueológicas preincaicas que hay en la zona, y donde empieza la ladera, y comenzaron a ascender.

Eran cerca de las cuatro de la tarde pero ellas no lo sabían. No tenían relojes, ni un celular, ni linternas. Se suponía que iban a estar de regreso antes que oscureciera.

A eso de las 5 y media, la mamá de la amiga de mis hijas me llamó para preguntarme si las niñas habían regresado y estaban en mi casa. Pero no, nosotros no teníamos noticias de ellas. Ella envió a sus hijos mayores de 10 y 12 años a buscar a su hermana y mis hijas. Suponíamos que ellas debían estar bajando del cerro.

Vista desde la cima del cerro
Pero los chicos no las veían. Su mamá me llamó muy preocupada porque estaba a punto de oscurecer. Quedamos en salir a buscarlas, y avisamos a personal de seguridad de la zona para que nos apoyaran en la búsqueda.

Cuando me dirigía al cerro pensaba en dónde podrían estar. Quizás ya habían bajado y se fueron en sus bicis a pasear por otro lado, pero cuando llegué al pie del cerro, me enteré de que las bicicletas estaban en donde las niñas las habían dejado frente a las ruinas. Eso quería decir que no habían bajado aún.

Pero también había otra posibilidad, que se hubieran ido a explorar las ruinas, cosa que no me gustaba mucho porque en otras oportunidades yo había visto gente extraña caminando por ahí. No quería ni imaginar que hubieran sido raptadas o algo peor.

Mi esposo y yo decidimos ir separados para buscarlas, yo me interné en un bosquecito de pinos que está al lado de una quebrada que separa el cerro de las ruinas. Gritábamos el nombre de nuestras hijas y esperábamos que el eco que se producía en esa zona ayudara a que ellas pudieran escucharnos y nos respondieran, pero nada.

En cuestión de minutos, se hizo de noche. Yo estaba sola y ya no veía nada, porque en el campo la oscuridad es profunda, pero tenía la linterna del celular con la que me ayudaba a sortear las piedras de la quebrada.

Sin querer, algunos pensamientos trágicos venían a mi mente. ¿Y si de pronto las encontraba tiradas por ahí en alguna zanja? No, no, no podía pasar eso. En mi interior, no me sentía angustiada, era como un presentimiento de que no les había pasado nada malo, y que iban a aparecer.

Me imaginé que habían subido a la cumbre, seguro a instancias de mi hija mayor, que es una niña intrépida y competitiva. Ella ya sabía cómo era el camino y seguro había entusiasmado a su hermana y amiga para escalar hasta la cima. Pero por qué hacerlo a media tarde, me preguntaba yo. ¿No había previsto que les sorprendería la noche?

Así, yo cavilaba y especulaba. La incertidumbre era lo peor. Ni que decir de la otra mamá. Ella, mucho más nerviosa que yo, estaba hecha un manojo de nervios y angustia.

Media hora más tarde, yo seguía en la quebrada, sola, en medio de la oscuridad, cuando recibí su llamada con buenas noticias, Su hija había aparecido, la vieron bajar corriendo por la pendiente hecha un mar de lágrimas. Dijo que mis hijas venían detrás de ella, pero que avanzaban más lento porque la menor se había caído, y la mayor la ayudaba a bajar.

Saber que estaban en el cerro, y que no habían sido secuestradas, fue un alivio. Ahora solo quedaba ir por ellas a su encuentro. Solo me preocupaba que por la oscuridad de la noche se cayeran o se resbalaran, por no poder ver bien el camino.

Varios niños y adolescentes, hijos de las familias vecinas, habían salido a ayudar en la búsqueda. Con sus linternas subieron el cerro buscando a mis hijas.

Minutos más tarde, corrió la noticia de que ya las habían encontrado, aunque no sabíamos quién. Luego nos enteramos que fue un agente de seguridad junto con la nana que trabajaba en una de las casas vecinas. Ella, guiada por las voces de mis hijas, que nos habían estado llamando a gritos, había subido a buscarlas, pidiendo antes la ayuda del agente.

Casi media hora después que su amiga había bajado, vimos descender por la pendiente a mis hijas. Todos los que habíamos estado buscándolas las rodeamos. Pensé que estarían muy asustadas, pero para mi sorpresa, estaban muy tranquilas. La mayor, muy suelta de huesos, me dijo: "Ibamos a bajar de todas maneras!" A la menor le pregunté "¿Te caíste?" y pensé que en ese momento iba a soltar el llanto, y yo ya me estaba preparando para extender los brazos hacia ella para abrazarla y consolarla, pero ella me respondió escuetamente "si", como si no quisiera darle importancia.

Guauu!, qué hijas para más recias y guerreras tengo, pensé. Todo el revuelo que habían causado y ellas de lo más fresh. Pero luego conversando con ellas ya en casa, me confesaron que sí habían sentido temor. La mayor me dijo que aguantó las ganas de llorar, porque pensó que si lo hacía iba a poner mas nerviosas a su hermana y a su amiga.

Me contaron que cuando todavía tenían luz natural, el camino se hacía interminable, porque miraban abajo el valle, y parecía siempre del mismo tamaño, les parecía que no avanzaban nada. En cambio, cuando oscureció, solo se concentraban en el camino, en mirar el terreno y donde ponían los pies, y ya no sentían la angustia de ver si avanzaban o no.

"¿Pero en la oscuridad cómo hacían para caminar si no se veía nada?!", les pregunté. Y mi hija mayor me salió con una respuesta que me sonó a broma, pero después me di cuenta que lo decía muy en serio. Ella tenía puestas unas zapatillas Skechers, de esas que emiten luces al pisar, y me dijo que esas luces la ayudaron a ver el terreno y el camino. Cada vez que pisaba, se prendían las luces y ella podía ver por donde ir y guiaba a su hermana menor. ¡Benditas zapatillas!! Jamás imaginé que podrían serle útiles en una situación así!

La menor tenía una leve herida en la rodilla y en la palma de una mano. Sus leggins estaban agujereadas a la altura de la rodilla y del pompis. Ni sabe cómo se rompieron sus leggins atrás, pero hasta el calzón lo tenía agujereado!. Solo recuerda que en las pendientes más inclinadas bajaba sentada arrastrándose de pompis por miedo a caerse. En cambio la ropa de mi hija mayor ni siquiera estaba sucia, era como si se hubiera ido a pasear al parque. Orgullosísima decía que no se había caído ni una sola vez.

Y asi terminó ese sábado, con un final feliz, y varias lecciones que enseñarles a mis hijas. Primero, avisarnos que planeaban subir hasta la cumbre. Segundo, nunca subir al cerro sin un celular. Tercero, fijarse en la hora a la que suben, no debe ser demasiado tarde. Aunque en este punto, mi hija mayor dice que hubo un malentendido. Ella no tenía reloj, y dice que escuchó a su amiga decir algo de las 2 de la tarde, y mi hija creyó que ésa era la hora, por eso pensó que no habría problema en subir y bajar a tiempo antes que oscureciera.

No se qué motivó exactamente a las niñas a subir a la cima, el que las retaran a que no podían hacerlo, o mi hija mayor, a sus 11 años, quiso dar muestras de independencia. Creo que es una mezcla de las dos cosas. Tal parece que de ahora en adelante tendré que estar atenta a las iniciativas propias de mi púber. Ver: Los años de transición a la adolescencia


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